Duró un minuto. Terminaba Serafín de
pegarle un bocado con el alma a la arena de plaza, al final de la
corrida, y nadie sabía que hacer. Estaremos esperando a Dios, me dije.
Miré el reloj: era la hora justa en la que Dios mira hacia otro lado.
Pero no quise decirlo. Hoy Dios no viene. No hay milagro. José Tomas entrebarreras. Marín secándose la penúltima lágrima apoyado en las tablas. Juan Mora
mirando al suelo. Un minuto como esperando el milagrear de cualquier
dios. Y en ese minuto llegaron de golpe todos los pasados de esta
Monumental. Todos. Cada abuelo con sus nietos de la mano, cada faena de
triunfo y hasta las lloradas del fracaso, y la sangre vertida de los
toreros y el olor imaginado que supuestamente había debajo de las
primeras minifaldas, los gritos callados en catalán que se daban cuando
la libertad era solo una estatua en Nueva York. Un
catarro y una gripe y los suspiros de pasión de las mujeres a la luz
del traje de luces. Cuando suspirar era pecado... Todo eso en un minuto.
De un pistoletazo salió al tercio JT y cientos de personas llenaron el
ruedo de su penúltima ilusión: sacar en hombros y sin féretro alguno a
quien había bordado el toreo por última vez. Un
minuto. Decenas de años, continentes de recuerdos. Fue cuando me di
cuenta de que hay cosas que no se pueden enterrar en un entierro.
Quien entierra el eco de ayer y el reciente de ese toreo reposado y hondo, de rey, de príncipe, de estadista, del carajo de José Tomás,
el último regalo del arte en esta bendita plaza que ya no es de toros.
Con cada primavera flotan en el aire lo que le sobra a los árboles con
forma de algodón y con ellos viajarán los ecos de los olés respondiendo a
los nueve o diez lances de verónicas serenas y calmadas de JT hasta
llegar al centro mismo del mundo, que es el centro de cada plaza de
toros. Qué ataud enterrará el recuerdo de la media verónica y la del
quite posterior al único toro recordable de El Pilar. No
hay entierro donde se pueda enterrar eso porque hay cosas que mueren
cuando se muera el tiempo. Que queda mucho. Justo el que nos dejara
recordar cómo José Tomás vio clara la clara calidad del
toro y se salió torero hacia afuera para decir a los que entierran que
hay entierros prematuros. Esa suavidad cierta del toro la acompañaba
interrogante de su fortaleza pero el cuidado de una mano izquierda hace
milagros.
Con
ese caminar que ni hace ruido se colocaba el torero en rectitud para
presentar la muleta por delante y enganchar mecido y dormido de pulso,
vuelo de la muleta por abajo y largo y reunido en cuatro tandas que no
hay Dios ni ley ni gobierno que las entierre. Pero, ¿Cómo se puede
enterrar ese toreo, ese cambio de mano ligado a un natural imposible? ¿o
esos molinetes encadenados que, de tan suaves, ceñidos y ligados no se
sabe si son obra de un demonio o de un ángel? Una faena que se fue,
muletazo a muletazo, al lugar donde se van las cosas que no se pueden
enterrar en un entierro. Cumbre.
Fue esa faena la rebeldía de lo que se resigna. La tarde, sin embargo, se meció en la adormidera de la tristeza luego de tanta belleza. Los toros de El Pilar fueron a compás de la melancolía y la resignación, sin raza ni bravura. Algo le dejó hacer el primero a Juan Mora,
el buen toreo de capa, un torero y añejo inicio de faena y poco más,
pues hubo una mezcla de supuesta ansiedad luego de dos tandas de sello y
porte y la caída en picado del fondo del toro, que tuvo algo más que el
cuarto, palurdo y anodino, con el que torero se arrimó para decir adiós
con formas de hombre y postura de torero. Había sido él quien salió a
saludar las primeras ovaciones del público, aplaudiendo él a su vez a
todos ellos. Hombres y mujeres que no entierran porque hay cosas que no
se pueden enterrar en un entierro.
Como esa firma de querer y dale que te pego de Marín
con un toro deslucido y manso al que quiso lancear con un capote
diseñado para la ocasión con banderas españolas y catalanas y un tiro de
colores miles. Pésimo toro solo para el arrastre. En el cierre toreó a
uno con bondad sin clase ni ritmo por el pitón derecho para una faena
larga cuyo recuerdo que se niega a ser enterrado radica en su voluntad
de series a veces a buen son y otras de metraje largo. Y una estocada
buena y las dos orejas porque esta tarde un catalán que tanto ha bregado
contra este falso e hipócrita entierro de la sardina debía de salir en
hombros. Todos salieron en hombros pues JT, que luego se las vio con un
toro desclasado y de caras por arriba al que toreo bien y mató mal, le
dijo al extremeño que donde cabe Madrid y Barcelona cabe uno de otra parte. Que cabe en el toreo. En un minuto. Todas las cosas que no se pueden enterrar en un entierro.
Libertad
libertad. Joder. A ver quien mete en un ataúd esa palabra tótem, como
las de amigo , padre, amante, arte, fe, creer, crear, abrazo, suspiro.
Que miedo me da la democracia cuando usa sus resortes para ser
dictadura. Entra el mundo en pánico y hasta Dios mira hacia otro lado.
En ese minuto cronometrado y sin respirar, dura más y nos morimos de
verdad , llegaron todos los recuerdos de esta plaza. Todos a la vez.
Los de Cataluña y Barcelona. Los de
los bisabuelos y abuelas y niños y música y oles y tardes de toros y
toreros, tardes de gentes de lana y gentes de seda, tardes que sin
tantas tardes que puede que no quepan tras en ese minuto, que puede que
me equivoque y haya más minutos en adelante. Y si es mentira hagamos que
la tierra de la vuelta de rotación al revés en bella mentira pues,
quién no ha enamorado alguna vez con una mentira grandiosa.
Monumental de Barcelona. Última de la Feria de la Merced. Cartel de No hay Billetes. Toros de El Pilar, deslucidos y sin raza en su mayoría. Destacó el segundo por el pitón izquierdo y en parte el manejable primero. Juan Mora, ovación en ambos; José Tomás, dos orejas y tras aviso; Serafín Marín, ovación y dos orejas |
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