Dos cumbres más en Mont de Marsan. La incombustible maestría de Ponce y la dulzura imperial de Manzanares
La suerte, además de la certeza, nos llevó otra vez a la plaza de Mont de Marsan para ver otro acontecimiento estelar de esta temporada que, en Francia, adquieren especiales proporciones. Bien es cierto que también llegamos preocupados por cómo sería el juego que iban a dar los toros de la corrida de Núñez del Cuvillo, diezmada al llegar a los corrales al comprobar los encargados de elegirla en el campo que cuatro de los seis toros no eran los reseñados en principio. No les convencieron las excusas de los ganaderos y exigieron que los cuatro sustitutos tuvieran más trapío que los que pretendían embarcar en un inadmisible gato por liebre. Que a estas alturas algunos ganaderos sigan creyendo que en Francia todo vale, demuestra lo ignorantes que son al respecto. Pero también y, aunque parezca mentira, lamentamos que unos grandes señores como son los Núñez del Cuvillo fueran capaces de tamaña tropelía. Yerran gravemente porque en Francia estas cosas se pagan muy caras. No se les compra más una corrida y en paz.
Pero bueno, los seis que salieron al ruedo tuvieron suficiente presencia y algunos dieron buen juego. Tercero, quinto y sexto. Los dos primeros, prácticamente inviables, sobre todo el sosísimo, flojo y desrazado que abrió plaza con el que Ponce intentó que le valiera para algo y comprobó que no valía para nada. Pero hubo un jabonero cuarto, mansísimo en los primeros tercios y rajadísimo desde que Enrique Ponce tomó la muleta, que nadie creyó daría lugar a una de las muchas obras maestras del valenciano, capaz como sabemos de convertir el agua en vino y, a veces, de que ese vino huela y sepa al más caro y añejo de los borgoñas. La primera parte de la faena de Ponce fue un incesante huir del animal hasta que, ya completamente rajado, se fue a las tablas que fue el lugar donde Ponce obró el milagro. El conocimiento, la infinita paciencia y esa fe en sí mismo que Ponce siempre tiene, lograron que lo que hubiera sido comprendido por los presentes como un obligado desistir y entrar a matar como fuera y cuanto antes, se trocó por un faenón de incuestionables valor y templanza, además de progresiva inspiración y belleza. Nadie podía imaginar que a este toro le daría incluso una eterna poncina. La fantástica banda de música llamada “Orquestre Montois” había permanecido callada hasta que, a petición del gran torero y de no pocos espectadores, acompañó finalmente los compases de la inverosímil demostración de este incombustible maestro de maestros que, otra vez como tantas en su larguísima vida profesional y más particularmente en Mont de Marsan, demostró que la época que estamos viviendo – 24 años ya – sigue siendo suya. Entro a matar Ponce como pocas veces le he visto, dispuesto a que no se le escapara el triunfo total consiguiendo un estocadón contrario de tanto atracarse en el embroque. Pero tanto tardó el toro en doblar, que lo que hubieran sido dos orejas quedó en una. La vuelta al ruedo tuvo el clamor de los máximos trofeos.
Esto mismo ocurrió tras cuajar José María Manzanares ante el estupendo quinto una de sus obras sinfónicas. El suave, dulce, mecido, catedralicio toreo del alicantino y su monumental estocada en la suerte de recibir, no tuvieron parangón por lo que a la creación artística se refiere. Pero como estamos acostumbrados a verle así en cuanto un toro se le presta y que coste que son muchos incluso algunos menos fáciles, la importancia de lo que lleva a cabo, sobre todo al matar recibiendo como jamás nadie logró con tanta frecuencia, queda algo paliada por añadirse como una más a las ya incontables anteriores.
No obstante lo dicho, pensamos al ver y disfrutar consecutivamente de ambas joyas toreras, que Dios quiso dar a cada uno un toro diferente para que, cada cual en su especialidad, dejaran boquiabiertos a los presentes. A Ponce uno mansísimo y en principio muy desagradable aunque con un oculto buen fondo para que dejara plasmada su infalible maestría. Y a Manzanares otro muy noble, para que pudiera desplegar la resplandeciente dulzura imperial de su toreo que atesora como sin igual virtud.
Acompañó a ambos genios – emperadores y reyes – un joven diestro normal con cierto rango en el pelotón, Daniel Luque. Tuvo dos toros gratos y en ambos anduvo igual. Bien sin más. Tras matar al tercero, le dieron una oreja. Toreando al sexto tras lo acontecido, ni caso.
Y ahora unas líneas para comentar la muy relativa importancia que tienen en la historia del toreo las orejas e incluso los rabos. Muchas grandes obras de otros tantos grandes toreros de otros tiempos como también de algunos de los actuales, han pasado a la posteridad como lo que fueron sin que nadie se acuerde de los trofeos que cortaron. Y es que en el toreo, lo que queda en el recuerdo hasta la eternidad son los hechos, no los premios tantas veces aleatorios cuando no injustos para bien o para mal. Si yo pudiera, suprimiría los despojos como premio y los sustituiría por vueltas al ruedo. Quien fuera capaz de dar tres, equivaldría a cortar un rabo. Y si diera cuatro, una pata que ya no se piden ni conceden por ser algo de pésimo gusto.
Ayer hasta se nos olvidó lo mucho que llovió, sobre todo durante la lidia de los toros de Ponce. La plaza estaba llena hasta los topes y nadie osó abandonar su localidad y menos marcharse.
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